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6 may 2011

Ella y mis sueños surreales

Sus ojos claros se confundían con el brillo del sol, pero ella era más hermosa, más inimaginable. Era como un  sueño hecho realidad -mi sueño real-. 

Quizás para muchos era una  mujer como cualquier otra, mas para mí era una bola de fuego incandescente, aquella que se apagaba por momentos y que, en otros, abrasaba con todo a su paso.

Siempre la veía caminar con sus medias de malla, de mil formas y colores, con sus moños gigantes y su pelo enredado, liso y suelto. Con sus faldas cortas y pantalones rotos, sus cadenas y sus labios perfectamente rojos.

Mi corazón latía con fuerza al verla reír con locura. Mis tristezas se convertían en naderías cuando sus dientes color perla salían a relucir, y un grito de alegría surgía de su ser. Era como si su alma rebelde se negara a dejar de vivir y de soñar -tal y como yo lo hacía-.

-Disculpa- escuché una voz aguda detrás de mí.

- Olvidaste esto – dijo.

Sí, era ella. Mis pupilas se dilataron a tal punto que noté un gesto de asombro en su cara.

Me entregó una hoja de papel cuadriculada. Le di vuelta y me di cuenta que en un extremo estaba mi nombre – el que prefiero no revelar.

De repente, algo dentro de mí me gritó ¡Reacciona, maldita sea! 
Lo hice, pero cuando traté de buscarla entre la multitud, vi como su figura desaparecía  ¡Demasiado tarde!

-¿Qué habrá pensado?-  me pregunté.

Entonces,  sentí un golpe seco en mi espalda, y de fondo las carcajadas de mis amigos. En realidad no entendía el porqué de sus burlas –algo tan natural y propio en ellos que no me preocupé-.

-¿Y si ya saben todo?- pensé.

-No podré ser tan evidente- volví a pensar (pero esta vez en voz alta). Otra mala pasada de mi mente.

-¿Qué no puede ser?- dijo uno de ellos.

Mi rostro palideció y mi silencio lo confirmó. Mas lo que no sabía -y nunca supe-, fue que ella no había desaparecido. Permaneció allí, detrás de mí todo el tiempo. 

Mientras imaginaba cómo sería el roce de sus labios, ella también lo hacía. Al mirar la lluvia caer y ver reflejada su imagen en los riachuelos helados, su pecho emanaba un profundo suspiro, tal vez en el mismo instante que el mío.

Sus ojos verdes se cerraron y sus hombros se encogieron como esperando que la abrazara. Que la tomara como una pequeña muñeca de trapo y la arrullara.

Dejé que mi alma actuara, que el sentimiento se apoderara de mí, como una revolución natural, y me entregué a aquella muñequita como jamás lo había hecho.

Sin embargo, de un momento a otro quedé en blanco. Mis párpados se abrieron y lo primero que vi fue la pared blanca, simple y triste de mi habitación. 

La soledad se había convertido en mi peor enemiga, mi corazón en el más traicionero de los órganos de mi cuerpo y mi mente en el ridículo lienzo de mis sentimientos, de mi eterna locura condensada en una sola mujer.

Hubiese preferido, al menos, soñar despierto mientras la observaba.



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