Es
la última vez - se dijo a sí misma-.
Confiaba
en que su mente no la volviera a traicionar.
En que aquel ser que vivía dentro
de ella muriera en silencio,
mientras ella soltaba a su alma de tan mísera
esclavitud.
Intentaba
huir,
pero las cadenas de hierro la sujetaban cada vez más fuerte.
La amarraban
al abismo de su ser.
A ese del que rogaba salir algún día
¿Y si la muerte es la
solución?
Se cuestionaba, con frecuencia.
Y,
¿para qué? Si ya estaba muerta en vida.
El
reloj marcaba las cuatro menos cuarto
y ella continuaba tratando de abrir los
candados.
Escuchó
esa voz,
una vez más.
Era insistente,
no se callaba.
Ella cubría sus oídos
para no escucharla,
pero no era suficiente.
En cada rincón de sí, el eco seguía.
Entonces,
se dejó caer de nuevo,
otra más de tantas veces.
Abrió los dedos de sus manos,
recibió el efímero placebo
y se sometió al placer momentáneo,
pensando en que
después de aquel instante
el agujero de su alma se ahondaría más,
mientras
adoptaba el rol de victimaria.
Un día más, una vida menos.